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ASUNTOS LABORALES

domingo, 1 de marzo de 2009

prohibido olvidar

El Caracazo
Ignacio Betancourt
El Nacional, domingo 21 de febrero de 1999, p. H-1
El 27-F llegué a Miraflores a las 9:00 de la mañana y en la avenida Bolívar comenzaba el colapso. Cuando subí al despacho del number one (Carlos Andrés Pérez), llegó una secretaria, Gladys Vásquez, neurótica por la cola. «Me tuve que venir caminando, pues los motorizados tienen eso trancado. Voy a llamar ya al gobernador de Caracas».
El teléfono estuvo sonando todo el día, desde todas partes. Muchas llamadas eran para solicitar audiencias, otras para saber si ya se había recibido tal o cual correspondencia, que «cuándo me van a responder». Recuerdo la llamada de Miguel Rodríguez en la tarde, desde Washington, donde se encontraba firmando la carta de intención con el FMI, acompañado por Pedro Tinoco y Eglé Iturbe de Blanco —ministra de Hacienda que no tomaba parte en las conversaciones, pues no habla inglés. A pesar de la información que nos llegaba del ministro, el titular de Relaciones Interiores, Alejandro Izaguirre, no daba crédito a las versiones —ya en extremo delicadas— sobre lo que pasaba en Caracas. La avenida Francisco de Miranda, en la parte que llega a la redoma de Petare, ya estaba destrozada al mediodía. El Presidente no lo creía. Al final de la tarde nos preparamos para salir al interior. CAP aprueba confiado su agenda del 28 y le ordena a Izaguirre hablar por televisión al país. Viaja a Barquisimeto acompañado por los ministros Reinaldo Figueredo, Moisés Naím y Carlos Blanco.
El jefe de la Casa Militar, general Oscar González Beltrán, nos dice a mí y al ministro Naím que bajemos en nuestros carros, pues el Presidente lo hará en el suyo. No es conveniente usar el helicóptero presidencial, pues ya se encontraban francotiradores disparando como gatillos alegres desde los edificios del 23 de Enero. Nos vamos por la avenida Sucre, porque Catia es un desastre. Todo el mundo iba caminando, ya el Metro había cerrado sus puertas y el transporte público estaba paralizado. Todavía no se veían vitrinas rotas ni bandas saqueando.
Aviones y helicópteros En la rampa cuatro esperaba el avión presidencial. Era la primera vez que subía en el triple cero uno. Un Boeing 737, cómodo para vuelos cortos, pero muy deteriorado. El coronel Paredes, quien era el segundo al mando en la Casa Militar, dijo que Lusinchi lo usaba poco, que a Blanca le gustaba viajar en los Gruman. Por ello el descuido. «En los próximos días lo enviaremos a EE.UU. para hacerle servicio y de paso aprovechamos para renovar la cabina». También instrumentó un cambio para devolverle a la nave presidencial la jerarquía que se merecía, mejorando su mantenimiento sustancialmente e intercambiando con Viasa personal de cabina, pues eran suboficiales de la fuerza aérea quienes atendía las naves presidenciales. A las 7:00 pm, cuando llegó el number one, le pregunta a sus ministros qué información tenían sobre lo del día y Naím todavía no lograba hablar bien. Carlos Blanco sí le hizo un análisis acertado. Le preguntó por el ministro de la Defensa y CAP le dijo que había salido de Caracas, que a esa hora debía regresar. «Yo he hablado con Izaguirre y el gobernador de Caracas». El vuelo despega, CAP se encerró en su cabina a revisar papeles. Los ministros paladean un «vasodilatador».
Aterrizamos en Barquisimeto y el gobernador, Mariano Navarro, acompañó al Presidente al lugar donde se celebraría la reunión. En la suite del hotel le dijeron al Presidente que observara la pantalla de TV: las imágenes eran fuertes. «Eso fue al mediodía», dijo el number one. «Okey, pero hablen con Izaguirre de todas maneras, llámenmelo», añadió. Antes de bajar al salón de convenciones del hotel Hilton, CAP habló dos o tres veces; en tono terminante dijo: «A esta hora ya todo se ha calmado». En su discurso le dice a los miembros de la Asociación de Ejecutivos de Venezuela que «no hay que alarmarse por la situación. Vamos a aprovechar la crisis para generar bienestar».
La ruta para llegar hasta el aeropuerto fue la más larga que podíamos usar. La caravana presidencial se vio obligada a dar una tremenda vuelta, evadiendo el centro de Barquisimeto. En esa ciudad la situación también había sido dura durante el día. González Beltrán, quien era un oficial de altísima calificación y un hombre responsable, estaba sumamente cauteloso. De hecho, cuando llegamos a Maiquetía no quería que Número uno se bajara del triple cero uno. «¿Qué pasa?», le preguntó Pérez. «Estamos esperando información, señor Presidente, para ver si subimos por tierra o en helicóptero hasta La Carlota», respondió el oficial. «A esta hora ya la gente se tranquiliza», dijo CAP, pero no le abren la puerta del avión y reclama: «Bueno, bueno, yo me voy en mi carro, baje la escalera que voy a salir».
Como yo no tenía carro, le pedí la cola hasta Miraflores al comandante Ramón Rivero, jefe de la Escolta Civil, un extraordinario policía, valiente, profesional, muy serio, quien me preguntó: «¿Tú le echas pichón a meterte por la avenida Sucre, para ver si es verdad lo que dicen los militares?». «Vamos, Ramón, ¿quién dijo miedo?», respondí. En eso subió al carro, sin pedir permiso, el comisionado para la Concertación, Luis Alfredo Freites, quien también venía en el vuelo. Subimos por una solitaria autopista. Cuando entramos en Catia ya estaban las patotas de malandritos —como de 12 años, promedio— cayéndole a patá limpia a las santamarías de los locales comerciales.
Visión horrorosa
Toda la avenida Sucre, que en las mañanas es fea y en las noches espantosa, presentaba un aspecto aún más desfigurado. Parecía que Atila con sus bárbaros hubiese pasado antes que nosotros. Cerca de la esquina del 23 de Enero, dos carros quemados bloqueaban el tránsito; tres encapuchados impedían el libre acceso de vehículos por la zona, valiéndose de una escopeta recortada, armas cortas y cinco o seis cauchos quemados. El chofer preguntó: «¿Qué hago, comisario?». «Tírales el carro», respondió el policía. Entonces embistió, decidido, contra el encapuchado de la escopeta, quien nos apuntó directo al parabrisa. Yo iba en el asiento de atrás, en todo el centro. La escopeta la vi en mi frente: «Ahora vienen los perdigones», pensé. Ramón estaba armado con una Beretta 9 milímetros, la cargaba montada sobre el retrovisor derecho. No hubo fuego. El encapuchado brincó cuando el carro amenazó con atropellarlo. Mi amigo permaneció flemático.
—¿Te puedo hacer una pregunta, hermano? -le dije a Rivero cuando ya habíamos entrado en Palacio.
—Con toda confianza -respondió.
—¿Por qué no le disparaste a ese tipo? Ha podido matar a cualquiera de nosotros.
—Porque el amigo tuyo, ése que se monto sin pedirme permiso, hubiera estallado en sollozos, por los derechos humanos de esos bandidos. Esto es muy serio, Ignacio, no debemos perder tiempo, hay que actuar sin contemplaciones. Vamos a hablar con el Number one.
Me respondió el edecán de guardia, quien venía con el Number one en la limosina presidencial. «Nos salimos por la avenida San Martín y luego subimos hasta aquí por la Baralt», explicó un escolta, ante la pregunta de Rivero, quien quiso saber por qué habían tardado tanto en llegar a Palacio.
—Presidente, usted tenía razón, la cosa es delicada —se escuchó desde el otro lado de la línea. CAP estaba conversando con Italo del Valle Alliegro, ministro de la Defensa, a quien había llamado desesperado cuando entró a su despacho.
El Presidente, después de hablar con Alliegro, llamó a Gonzalo Barrios. CAP contó por la línea lo que sucedía: «Es horroroso lo que vi en los sitios en los que me metí cuando venía para Miraflores». Le dijo a Barrios que había ordenado movilizar tropas del Ejército desde el interior, como fuera, pues Caracas no contaba con los efectivos suficientes. El contingente no se había renovado enteramente en enero, como siempre se hace, por las elecciones de diciembre. Barrios acotó: «Cuando el ejército sale a la calle, es para matar gente», eso detuvo un poco el ímpetu azaroso de CAP.
—De todas maneras, transporten efectivos del interior, a como dé lugar —le reiteró a Alliegro en otra llamada interministerial. En ese momento abandoné el despacho presidencial y me ubiqué en el área de la Secretaría Privada. No recuerdo que CAP hablara ni con Izaguirre ni con los gobernadores de Caracas o Miranda. Tampoco que éstos lo hubiesen llamado mientras permanecí atendiendo sus teléfonos. Era más de la 1:00 de la madrugada del 28, cuando el Presidente subió para su cuarto: «Voy a intentar descansar algo», dijo. «No, no tengo nada de hambre», le respondió al mesonero cuando le preguntó si deseaba cenar. «Tráigame una manzanilla y me despiertan por cualquier llamada o cosa importante que suceda».
La cosa está fea
El teléfono repicaba y repicaba. Algo nunca visto a esa hora. La gente llamaba para saber qué hacer. Desde Coche, El Valle, Caricuao, La Vega y de otras parroquias caraqueñas entraban mensajes telefónicos en los que cundía la angustia, el desasosiego. «Hijo, haga algo, dígale a Carlos Andrés que me están destruyendo la casita y me están robando los perolitos», me rogaba una compañera desde Antímano. Aún hoy, cuando esto escribo, siento intactos —e impotente— sus desgarros. Era cierto, incluso durante toda la madrugada hubo saqueos en las inmediaciones de Miraflores. Frente al Liceo Fermín Toro, las hordas tenían una especie de depósito a donde llegaban con las mercancías que lograban robar por la zona. Los soldados de la Guardia de Honor permanecían inmóviles, custodiando el Palacio, atentos, esperando instrucciones sobre cómo actuar. Estuve como hasta las 4:00 entre el estacionamiento y el despacho de Number one; el acceso para el helipuerto era restringido. Desde el 23 de Enero, los «gatillos alegres» proseguían incesantes la descarga. A pesar de la hora se mantenían las llamadas desde diferentes zonas de la capital. Me fui a descansar a Sabana Grande. Dejé el paltó y la corbata para caminar con comodidad. Al pasar por el liceo, uno de los malandros que estaba frente a su guarida, medio drogado o medio borracho, sin dirección en la vista, preguntó si yo no iba a «saquiá también». «No, brother, voy pa'otro lao», respondí para seguir raudo en busca de un taxi.
Unas horas después, a las 7:00 de la mañana, salí para Palacio en metro, mi carro me lo habían robado en los días previos a la toma de posesión. Subí caminando hacía la Urdaneta. Entre La Francia y la esquina de Jesuitas, unos guardias nacionales venían persiguiendo a un maleante que había pretendido destruir la vitrina de una joyería. Seguí caminando y llegué a Miraflores a las 9:00 am. «La cosa está fea», me dijo un dirigente sindical de AD, Federico Ramírez León, quien ya había sido autorizado para una ayuda mensual por 100.000 bolívares de la partida secreta. El no sabía que yo lo sabía, y a lo mejor era verdad que andaba informándose y no cobrando su cosita, que para esa época eran más de 2.000 dólares. Cuando entré al despacho, ya CAP estaba reunido con varios colaboradores. A las 11:00 era la reunión del Consejo de Ministros, para redactar un decreto de suspensión de garantías.
Después de la reunión ministerial se produce una cadena de conversaciones con distintos sectores del país, para explicarles a cada uno de ellos las medidas que se iban adoptar. ¡Pero nada se hacía!
Toda la élite del país se reunió en Miraflores y entendió que debía apoyar el sistema. Por eso creo que no cayó el gobierno, en ese momento. Lo contrario no lo hubiera soportado nadie. La poblada aflojó la reticencia de las cúpulas para materializar acuerdos. Por ejemplo, fue en el comedor de los ministros —no almorzando precisamente— y cerca de las 3:00 de la tarde, donde Hugo Fonseca Viso y Antonio Ríos se pusieron de acuerdo, súbitamente, en algo que los había mantenido enfrentados todo el mes: el nuevo salario mínimo. Cuando regresé a Palacio, CAP todavía le estaba contando a un grupo —recuerdo que estaban Teodoro Petkoff, Andrés Velásquez y Vladimir Gessen— cuáles serían las garantías que se suspenderían. Petkoff decía que el MAS «no apoyaría el acuerdo de suspender garantías, si el Gobierno no aplazaba su paquete fondomonetarista». «Esto se está alargando más de lo debido», le dije al ministro Reinaldo Figueredo. Le conté la angustia, el desasosiego que vi. «Es verdad, pero ésta es la última reunión», respondió Figueredo. Dicho y hecho, terminada la conversa, number one salió de allí ¡por fin! para hablarle a Venezuela desde el Salón Ayacucho.
Imagen televisiva
Después de la cadena de televisión, en la que CAP anunció la suspensión de garantías, nadie podía salir, pues ya el toque de queda había comenzado y nadie tenía salvoconducto. Se tuvo que autorizar al jefe de la Casa Militar para que firmara el de las personalidaes y el de los empleados que todavía estábamos en Palacio. Number one se fue a su despacho; pidió que hicieran pasar a Ramón J. Velázquez, quien se encontraba en el salón. Quería saber lo que Velásquez pensaba acerca de todo lo sucedido. Me quedé en el salón Ayacucho, donde Izaguirre iba a leer el decreto de suspensión de garantías. «Es mejor grabar eso», le sugirieron a Pastor Heydra, quien dijo: «¡No! Hay que salir al aire de una vez. La gente está deseosa de saber algo».
Lo mismo que sintió el ministro del Interior cuando comenzó a hablar, creo que lo sentí yo: un cavernoso vértigo. El ministro de la Defensa escarmentó en cabeza ajena y ordenó: «A mí me graban». Se intentó cuatro veces y a la quinta resultó. El uso de la tecnología lo convirtió en héroe nacional. «Ese hombre salvó al Gobierno», decían unos. «Tiene carisma», exclamaban las mujeres. «¿Que le pasó al ministro Izaguirre? «, preguntó Pérez. «Se le bajó el azúcar», fue la respuesta del doctor Téllez. En la calle se especulaba que «embarró los pantalones». «No, eso fue que no lo dejaron hablar los militares», exponían otros. La industria del rumor regresaba después de muchos años en recesión. Así son las cosas.
A las 8:00 pm se marchó la última de las personalidades que quedaban en el despacho. Number one invitó a cenar a Claudio Fermín y a Héctor Alonso López en su suite. Afuera, los disparos todavía se escuchaban desde el 23 de Enero. También el paso de helicópteros del Ejército, que transportaban tropas desde diversos puntos del interior. Llegaron, entre esa noche y la mañana siguiente, más de 8.000 refuerzos para frenar el vandalismo.
Subí a despedirme de Number one, la cena estaba terminando. En eso escuche a Héctor Alonso decirle al Presidente una cosa que después él repetiría, provocando la reacción de empresarios y de gente adinerada: «Esto fue una reacción de los pobres contra los ricos». Minutos antes, uno de los edecanes de CAP, el capitán Julio Peña, embutido en traje de campaña y con un FAL en sus manos, afirmó: «A partir de este momento se sabrá si todo esto fue dirigido. Si se producen saboteos de cualquier tipo, es porque hay alguien detrás de todo esto». Esa era la gran pregunta que se formulaban todos los miembros de la élite venezolana, reunidos en Palacio esa tarde. Ninguno fue capaz de reconocer que ellos mismos eran culpables, por su egoísmo, por sus corruptelas, por su autismo de tantos años. Claudio se levantó de la mesa y todos lo siguieron. Aproveché para irme con él. Estaba agobiado de tanta vaina. Sentado en el interior de su carro, un Conquistador blanco, me impresionó el control parsimonioso que usaba para dar instrucciones a su chofer sobre cómo conducir: «Despacio», le decía con los letargos que le imprime a su timbre de voz, «encienda las intermitentes; encienda, además, las luces interiores, para que podamos ser vistos desde afuera», y agregó: «Enseñe este papel cada vez que lo detengan». Los salvoconductos. Nos pararon en tres oportunidades. Todas fueron como orquestadas. La actitud violenta, represiva, la compartía la soldadesca en esas alcabalas improvisadas.

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